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Aunque sé que tengo la fortuna de no padecer problemas de vida o muerte, ni he atravesado situaciones en las que corro el riesgo de quedarme sin comer, la transición del chavo que le pide dinero a sus papás al joven adulto que se preocupa por pagar renta, servicios y alimentos ha sido de muchos altibajos.
Me he quedado desempleado un par de veces, he fracasado en relaciones afectivas, he perdido amigos y he aprendido que hay algunas cosas que es mejor no platicarlas a nadie y buscar la manera de solucionar problemas por mis propios medios, sin esperar que alguien más venga y lo haga por mí.
También he descubierto que existen problemas que, por más autosuficientes que nos creamos, no dependen al cien por ciento de nosotros y que, por salud emocional, muchas cosas que parecen simples nimiedades pueden convertirse en tormentas si no se desahogan y se cuentan a personas de nuestra entera confianza.
Confirmé que, aunque salgamos del nido, la familia siempre está. Y no me refiero a que papá y mamá salgan corriendo y sigan sacrificando su bienestar por solucionar el cagadero que nuestras inexpertas decisiones y situaciones desafortunadas nos provocan. Me refiero a que a ellos puedes contarles lo mal que te está yendo y siempre tendrán un abrazo y un "todo va a estar bien" que te reconforta y te da la energía y motivación necesaria para seguir intentándolo.
Porque todos nos declaramos muy agnósticos y renegamos de la religión, pero cuando mamá y papá se despiden de ti y de dan la bendición, acompañada de un "que Dios te cuide", nos sentimos inmunes a toda la mierda del mundo que está allá, afuera del nido.
Pero muchas veces, aunque tengamos el escudo protector de la bendición de nuestros padres, la vida nos enseña los colmillos y pareciera que todo se acomoda para hacernos tirar la toalla.
Preferiríamos que al fin nos invadan los extraterrestres y acaben con la humanidad; que el Popocatépetl haga erupción y por razones difíciles de explicar, un chorro de lava entre por la ventana y nos queme sólo a nosotros; que uno de esos microsismos de la Ciudad de México tenga su epicentro justo debajo de nosotros y nos trague la tierra.
Como todo es muy complicado y extremadamente poco probable, lo más cercano que tenemos para huir aunque sea por un momento de nuestras realidades es una cueva.
Lo he platicado muchas veces con una de mis mejores amigas: necesitamos una cueva lejana a la ciudad, en la que quepa un perrito y algunos curiosos se acerquen a darnos comida. Como vagabundos, pero por decisión propia y dentro de un refugio natural de piedra que nos proteja del clima y de los malos pensamientos.
Una cueva en la que se pueda vivir sin pensar en lo mal que nos está yendo y nuestra única preocupación sea que no llegue un oso que quiera devorarnos.
Cuando era pequeño, soñaba con tener una casa enorme, con jardín, algunos pavorreales, una alberca, un auto deportivo y una familia feliz,
Hoy sueño con una cueva y la caridad de desconocidos.
Con el paso del tiempo las utopías se vuelven más miserables.
Necesitamos una cueva que nos permita hundirnos en su frío, en su oscuridad, en su vacío. Una cueva que nos esconda de la realidad aunque sea por unos cuantos días y después, cuando demos media vuelta, esa misma cueva nos ofrezca una vista luminosa, cálida, que sólo podremos alcanzar cuando salgamos de esa profundidad.
Necesitamos una cueva que nos permita seguir soñando.
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