Me
encontraba despierto en el punto exacto donde la madrugada es más oscura y el
frío te hace recordar cuan vulnerable eres;
la razón de mi insomnio eran los nervios previos a un día importante,
esa ansiedad que te impide juntar los párpados a pesar del cansancio acumulado
por el día anterior.
Las
horas pasaron, la luz del sol rompió con las tinieblas y poco a poco llegaba a
mí el optimismo que me llevaba a pensar que todo saldría bien.
Luego
de un baño y una taza de café salí de mi casa rogando porque el transporte
público tuviera un poco de piedad; justo cuando realizaba el primer transborde
recibí un mensaje cancelando la esperada reunión, mensaje que provocó el
encuentro que narraré a continuación.
En
mi cabeza se procesaba la idea de que la cancelación sería definitiva y no
habría opción a reagendar y junto con mi pesimismo llegaba la resignación y la
calma, así que decidí no regresar directamente a casa y mejor ir a una pequeña
cafetería que solía frecuentar años atrás.
Pareciera
que el tiempo ha decidido ser bueno con el lugar y detener su curso; todo está
idéntico a como lo recuerdo.
Los
mismo manteles, las mismas cortinas, los mismos empleados; incluso el rostro de
la amable viejita que atiende es el mismo, ni una arruga más ni una menos.
Idéntica.
Me
senté en donde siempre lo hacía, es decir, en la mesa más apartada a la
ventana, junto a la barra que divide la cocina del área de comensales. Se
acercó a mí Doña Gilberta, con su mandil rojo que contrasta con su blusa
floreada, su falda azul y sus zapatos negros. Me reconoció y preguntó, “¿lo de
siempre, chino?” sonreí y le dije que sí.
En
menos de cinco minutos ya tenía en mi mesa un plato de chilaquiles con huevo,
un vaso de jugo de naranja y un tazón con melón picado. “El café me lo trae
cuando termine esto, por favor” le dije. “Ya sé, chino, ya sé”, me dijo Doña
Gil, como le decimos todos los clientes del lugar.
El
aroma y el sabor seguían siendo los mismos a como los recordaba. Con el primero
bocado se derrumbaron los rastros de nervios que aún quedaban en mí.
Llegó
la hora del café y junto con la taza llegó una charola con pan. Escogí uno y
Doña Gil la retiró.
“Buen
día, joven” dijo la pieza de pan. “buen día”, respondí. Y ahí comenzó la amena
charla.
“Si
quiere váyame mordiendo en lo que platicamos”, me dijo con tono amable que
hacía ver aún más antojable la capa de chocolate que lo cubría. “¿Que no le
duele?”.
“Duele,
pero da satisfacción, nosotros sabemos para qué somos y preferimos eso a
terminar malolientes, verdosos… es como si tuviéramos gangrena, pero en todo el
cuerpo, es horrible. En la panadería de donde yo vengo se contaban historias
terroríficas al respecto.”
Me
cuenta con una expresión tranquila que el viene de un lugar pequeño, con sólo
dos trabajadores. “Ahí es donde de verdad nos hacen con cariño, compare el
sabor de alguien como yo con alguien que venga de una de las grandes
panaderías… usted se va a dar cuenta de dónde está el amor”, dice mientras ríe.
Procedo
a darle una mordida más y alcanzo a percibir una expresión de dolor. “siga,
siga, no se preocupe, le digo que una sabe a lo que viene” comenta al
percatarse de mi preocupación.
Luego
del silencio incómodo e involuntario, el pan rompe con la tensión suplicando
que no lo vaya a “remojar”. Ni en café ni en leche. “Es una marranada”, dice
mientras suelta una estruendosa carcajada.
“Además
quema, eso sí que nos lastima. No sean así, de verdad”, concluye.
Me
comenta que también ellos tienen familia, son hermanos todos los panes que
nacen de la misma masa y siempre procuran irse acompañados, para ellos es muy
triste que la gente compre sólo un pan, porque la agonía la viven solos.
En
cambio, cuando se van acompañados, la tensión disminuye y los últimos momentos
la pasan en familia, divertidos. “A veces nos burlamos de los que nos compran,
ustedes tienen hábitos muy extraños”, dice.
"¿Y
usted como sabe todo eso?" Le pregunto. "¿Resucitan? ¿Tienen alma y la misma va
transportándose de pan en pan?".
Hay
un silencio en la mesa. Me observa. Doy un trago a mi café, le doy una mordida
y vuelvo sorber de la taza anaranjada.
El
pan voltea la mirada, observa el mantel, después me vuelve a mirar y sonríe.
“Ya me cayó en la mentira, Chino, ¿no le molesta que le diga así, verdad?”.
“Para
nada”, le contesto.
“Es
raro encontrar a alguien con quién platicar antes de morir, discúlpeme si mis
mentiras le ofenden, pero noté en su rostro cierta desilusión y quise hacer más
amena su mañana.”
“No
se preocupe, fue un placer hablar contigo. Con permiso, procederé a terminar de
desayunar… de verdad logró su cometido”. Ambos sonreímos.
Después
de dar el último trago, reflexiono:
¿Qué
más da que el amable pan haya inventado tanta cosa? De todos modos yo también
acaba de inventar estas letras.
Y sí, estoy loco, ¿Ustedes?
:( esta historia me puso triste, de verdad me cayó bien este bizcocho.
ResponderEliminar¡Qué gusto ver que ya escribas más amigo Chomarelo! Oye... ¿Y qué pasó con la cancelada cita?