Cuando
era muy pequeño, cuenta mi madre que la primera palabra que pronuncié –o
intenté pronunciar- fue “mamá”; nada extraordinario. Me imagino que la gran
mayoría de bebés dicen eso, en su idioma, claro está. Menos los de Monterrey,
dicen que allá lo primero que pronuncian es “coca”, pero no me consta.
Desde
ahí me di cuenta del poder de las palabras; decía “mamá” y esa señora que
siempre me ha cuidado aparecía con todo y sus poderes cósmicos- extraterrestres, adivinaba qué es lo que necesitaba y lo
hacía. ¡Magia!
Luego
esos poderes se fueron desgastando y me vi en la necesidad de aumentar mi
vocabulario para facilitarle un poco el trabajo; ya saben “leche”, “pipí”,
“popó”… incluso aprendí a molestar a mi papá; si decía “papi”, el señor
aparecía y hacía su mejor esfuerzo por cuidarme y evitarse problemas con la
señora de la casa.
Pasó
el tiempo y en una casa que simulaba ser un kínder, una señora que decía ser
maestra me enseñó que las palabras no sólo se pronunciaban, también se
escribían y existían muchas personas que se dedicaban a plasmar cosas en papel
para que más gente las leyera.
También
era algo mágico; la maestra nos pedía que abriéramos alguna página del libro
“El circo de las letras” (la verdad no recuerdo cómo se llamaba, pero debe ser
algo así porque en portada había cosas referentes al circo) y leyéramos; todos
comenzábamos a leer en voz alta “Mi ma-má me mi-ma”. Me hubiera encantado ver
la cara del autor de ese libro al darse cuenta de lo que sus palabras
provocaban en nosotros.
Crecí
un poco más y comprendí que las palabras no tenían que estar en conjunto para
significar algo, todas las palabras tienen un poder, algunas más, otras menos,
pero todas lo tienen.
Amor
y odio son un par de las más poderosas y las que más significados encierran, a
pesar de ser palabras cortas. Cualquiera de las dos puede provocar una
explosión de emociones y sentimientos si se usan de la forma adecuada… incluso
también si se utilizan de forma errónea. Esa es su magia.
Pero
no tienen que ser palabras trilladas que tengan que ver con el curioso y
siempre complicado proceder humano, he descubierto que todas las palabras
tienen su magia, por ejemplo: ferrocarrilero.
Si
la vemos así, parece decir nada, una persona que conduce un ferrocarril y ya.
Pero no, ¿se imaginan las historias que hay detrás de él? ¿Todo lo que sus ojos
han visto? Seguramente alguien con el talento necesario podría escribir una
novela exitosa que después, algún guionista oportunista adaptaría y vendería a
una productora cinematográfica, misma que le asignaría a un director
reconocido, pero estancado, la misión de convertirla en película.
Dos
años después se estrenaría en cine, recaudaría millones de dólares alrededor
del mundo, el director, guionista y actriz principal ganarían un Oscar –el
actor no, porque en algunas escenas se notaría muy forzado, lástima por él- y
seguramente se pensaría en hacer secuelas.
Todo
eso, a raíz de que el escritor de la novela –misma que, por cierto, ya se habría
reeditado teniendo en portada a los actores de la película- un día se subió al
metro y escuchó como un pequeño le preguntaba a su papá “Oye, ¿cómo se les dice
a los que manejan el metro?” y el papá contestó “Quién sabe, pero yo creo que
se les dice ferrocarrileros, porque después de todo esto también es un tren”.
¡Magia!
Una
palabra puede provocar eso y más, porque son mágicas, poderosas, misteriosas y
caprichosas. Y así como son, las queremos y quién sabe qué haríamos sin ellas.
Y sí, estoy loco, ¿Ustedes?
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