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La mañana más fría de invierno

El amanecer era frío, como todos los primeros días de enero, aunque por la ventana se deslizaban los primeros rayos del quemante sol de invierno que hacían que mis pupilas se abrieran obligándome a despertar.

Esa mañana inició con un desconcierto; la puerta de mi cuarto estaba abierta y la cama de mi hermana estaba arreglada. No se escuchaba nada, sólo una voz que se limitaba a decir "sí, está bien", con un tono susurrante y entrecortado.

Era la voz de Claudia, la ausente en el cuarto, que hablaba por teléfono. Colgó y se acercó a mí; sonrió, carraspeo la garganta y de su boca salieron dos únicas palabras: "ya levántate", dijo con el tono más dulce que pudo. La obedecí sin queja alguna, pero mi cabeza y la lógica que manejaba en aquel entonces confirmaba que algo andaba mal.

"¿Y mis papás?" pregunté yo con la ingenuidad propia de mis cuatro años. No respondió, pero su silencio sepultó la poca tranquilidad que me quedaba.

Ese día no desayuné, cosa rara en mí siendo temporada vacacional, cuando mi papá acostumbraba preparar hot cakes mientras escuchaba algún disco de The Beatles o los Creedence; ese día sólo había leche y un pan que había salido a comprar Clau, como me gustaba llamarle de cariño.

Las manecillas del reloj avanzaban y el silencio no se disipaba; el ambiente se sentía pesado y con un frío que calaba hasta lo más profundo del alma, era una sensación que nunca en mi vida había experimentado. El rostro de mi hermana poco a poco iba perdiendo la sonrisa fingida que había dibujado para mí y en sus ojos se asomaba una tristeza que pedía a gritos desahogarse.

Un par de horas después llegaron mis padres, con sus rostros desgastados, ojos enrojecidos y una expresión que provocó el llanto inmediato de Claudia. Papá la abrazó, mientras mamá acariciaba con una fría pero sincera ternura mi cabello y con cinco palabras me intentó explicar lo que sucedía: "tu abuelita ya no está".

No hice preguntas y me limité a apretar su pierna. Me negaba a entenderlo, pero ya todo estaba claro. Ella, la señora que tanto nos consentía, solapaba y cuidaba, se había marchado a un viaje del que nunca volvería. Al menos ese era el concepto de muerte que alcanzaba a comprender.

Lo demás es una nube en mis recuerdos, hasta que llegó la noche y vi su cuerpo recostado en una caja helada de madera oscura como la vestimenta de todos los presentes. Ella estaba ahí, con los ojos cerrados, pero su expresión reflejaba la tranquilidad que transmitía siempre.

Y luego, todo lo demás que haya pasado esa noche está perdido en alguna parte de mi cerebro, lo único que me queda claro es que ese día aprendí lo que es la tristeza más profunda y entendí el verdadero significado de la muerte.

(Me encontré ese textito en una hoja de papel y quise pasar a dejarlo por acá, quiero publicar un total de doce entradas en el 2013, ¿lo lograré? Hagan sus apuestas, esta será la número siete del año)

Y sí, estoy loco, ¿Ustedes?

Comentarios

  1. Yo subiría la apuesta, me encantaría leer de ti una vez a la semana. Yo sí apuesto por Chomarelo ¿Y tú?

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    Respuestas
    1. Querida bloguera favorita:

      Apenas me estoy percatando de los comentarios que tenía en entradas anteriores. No sabes cuánto te agradezco tus palabras; ya estoy atendiendo tus recomendaciones, justo esta semana empecé a leer "Sauce ciego, mujer dormida" y los cuentos que he leído me han fascinado. Tenías razón, ahí está lo más oriental de Murakami.

      También voy a releer diario aquellos consejos de Bradbury.

      Muchas gracias por tu aliento y por tomarte el tiempo de leer y comentar.

      Un abrazo, Niña Problema. :)

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